Heinrich von Kleist (Frankfurt, 1777 – Berlín, 1811)
Estudiante de Derecho y Filosofía, militar, novelista, dramaturgo y poeta
romántico.
Entre sus obras, “La marquesa de O”, “Pentesilea”, El jarrón roto” y “La
batalla de Arminio.”
Decepcionado por el fracaso de su última obra, deprimido por la ocupación
francesa y contrariado por el cáncer que sufría su amante, disparó contra ella y
después contra sí mismo, muriendo ambos.
La mendiga de Locarno
En Locarno, Italia superior, al pie de los Alpes, se hallaba el viejo
palacio de un Marqués, y que en la actualidad, viniendo de San Gotardo, puede
verse en ruinas: un palacio con grandes y espaciosas habitaciones, en una de
las cuales fue alojada por compasión, sobre un montón de paja, una anciana
mujer enferma, a la que el ama de llaves encontró pidiendo limosna ante la
puerta. El Marqués, que al volver de la caza entró en la estancia donde solía
dejar los fusiles, ordenó malhumorado a la mujer que se levantase del rincón
donde estaba acurrucada y se pusiese detrás de la estufa. La mujer, al
incorporarse, resbaló con su muleta y se cayó, golpeándose la espalda de tal
modo que luego apenas pudo levantarse y tal como le habían ordenado salió del
cuarto. Entre quejidos se hundió y desapareció tras la estufa.
Muchos años después, el Marqués, debido a las guerras y a su inactividad,
se encontraba en una situación precaria, un caballero florentino se dirigió a
él con intención de comprar el castillo. El Marqués, que tenía gran interés en
la venta, ordenó a su esposa que alojara al huésped en la mencionada estancia
vacía, que estaba muy bien amueblada. Pero cuál no sería la sorpresa del matrimonio
cuando el caballero, a medianoche, pálido y turbado, apareció jurando que había
fantasmas y que alguien invisible se movía en un rincón del cuarto, como si
estuviese sobre paja, y que se podían percibir pasos lentos y vacilantes que
atravesaban y cesaban al llegar a la estufa, entre quejidos.
El Marqués quedó aterrado, sin saber por qué, se echó a reír falsamente y
dijo al caballero que, para mayor tranquilidad, pasaría la noche con él en la
habitación. Pero el caballero suplicó que le permitiese dormir en un sillón en
su alcoba, y cuando amaneció mandó ensillar, se despidió y emprendió el viaje.
Este suceso, que causó sensación, asustó mucho a los compradores, lo que
incomodó extraordinariamente al Marqués, tanto es así que incluso entre los
moradores del castillo se propagó el incomprensible rumor de que eso sucedía en
el cuarto a las doce de la noche, por lo cual decidió él mismo terminar con la situación e investigar
en persona el asunto. Así pues, apenas cayó el ocaso, ordenó que pusieran la
cama en la estancia y permaneció sin dormir hasta la medianoche.
Pero cuál sería su impresión cuando al sonar las campanadas de medianoche
percibió el extraño murmullo; era como si un algo se levantase de la paja, que
crujía, y atravesase la habitación, para desaparecer tras la estufa entre
suspiros y gemidos.
A la mañana siguiente, la Marquesa, cuando él apareció, le preguntó qué
habáa pasado; y como él, con mirada temerosa e inquieta, después de haber
cerrado la puerta, le asegurase que era cosa de fantasmas, ella se asustó como
nunca se había asustado y le suplicó que antes de hacer pública la cosa
volviese a someterse, y esta vez con ella, a otra prueba.
Y, en efecto, la noche siguiente, acompañados de un fiel servidor,
escucharon el rumor fantasmal, y solo obligados por el intenso deseo que
sentían de vender el castillo, supieron disimular ante el sirviente el espanto
que les poseía, atribuyendo el suceso a motivos casuales y sin importancia
alguna. Al llegar la noche del tercer día, ambos, para salir de dudas,
latiéndoles el corazón, volvieron a subir las escaleras que conducían a la
habitación de los huéspedes, y como se encontrasen al perro, que se había
soltado ante la puerta, lo llevaron consigo con la secreta intención, aunque no
se lo dijeron entre sí, de entrar la
habitación acompañados de otro ser vivo.
El matrimonio, después de haber depositado dos luces sobre la mesa, La
Marquesa sin desvestirse, el Marqués con la daga y las pistolas, se tumbaron en
la cama; y mientras trataban de conversar, el perro se tumbó en medio del
cuarto, acurrucado con la cabeza entre las patas. Y he aquí que justo al llegar
la medianoche se oyó el espantoso rumor; alguien invisible se levantó del
rincón de la habitación apoyándose en unas muletas, se oyó ruido de paja, y cuando
comenzó a andar, tap, tap, se despertó el perro y se levantó, enderezando las
orejas, y comenzó a ladrar y a gruñir, como si alguien con paso desigual se
acercase, y fue retrocediendo hacia la estufa.
Al ver esto, la Marquesa, con el cabello erizado, salió de la habitación, y
mientras el Marqués, con la daga desenvainada gritaba: ¿Quién va?, como nadie
respondiese y él se agitara como un loco furioso que trata de encontrar aire
para respirar, ella mandó ensillar decidida a salir hacia la ciudad. Pero antes
de que corriese hacia la puerta con algunas cosas que había recogido
precipitadamente, pudo ver el castillo en llamas.
El Marqués, preso del pánico, había tomado una vela y cansado como estaba
de vivir, había prendido fuego a la habitación, toda revestida de madera. En
vano la marquesa envió gente para salvar al infortunado; éste encontró una
muerte horrible, y todavía hoy sus huesos, recogidos por la gente del lugar,
están en el rincón de la habitación donde él ordenó a la mendiga de Locarno que
se levantase.
Heinrich Von Kleist
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