Ya
se me olvidaba, amigos
que
ayer prometí contaros
los
motivos y razones
de
por qué soy Legionario.
Mientras
leía esta carta,
los
estaba recordando.
Yo
era el chaval más humilde,
más
bueno y más “desgraciao”
que
se inscribe en los padrones
de
la Cabecera al rastro.
Y
aunque mi madre era guapa,
según
los que la trataron,
mi
padre fue por lo visto,
de
un feo tan exaltado,
que
se miró en un espejo
y,
al verse, palmó en el acto.
Y
esta cara fu la herencia
que
mis papás me dejaron:
moreno-verde-aceituna,
pelos
tiesos, chiquitajo.
Nadie
me llamaba Antonio,
que
es así como me llamo,
sino
“El Feo”. Con el nombre
de
“el Feo” me bautizaron.
Las
comadres que llevaban
a
su retoño en brazos,
llamándole:
“Rey del mundo,
tesoro,
cielo, mi encanto”.
(yo
jamás supe lo que era
Ni
de limosna, un halago.)
De
pequeño me vengaba
de
los chavales del barrio:
“pata’s”
en las espinillas,
mohicones,
cascotazos,
que
a éste le quito la gorra!,
¡que
tumbo al otro en el fango!
¡Que
polvos de pica-pica
por
el “cogote” a “puñaos”!
Y
al que pesco en una fuente,
le
empujo, y al agua patos.
De
“el Feo” todos decían
que
era de la piel del diablo,
y
“el feo” todas las noches
se
adormilaba llorando.
Y
al final le salió barba;
allá
va el mocito “honrao”
que
sabe ganarse a pulso
la
vida con su trabajo.
Le
siguen llamando “El Feo”;
¡qué
más da, si al fin y al cabo
los
hombres pueden ser hombres
aunque
no estén ondulados!
¿De
novias?, ¿con mi carita?,
“pa’”
qué iba a meterme en gastos;
le
digo a cualquiera ¡mira!
y
al verme le da un colapso.
Pero
el sino se presenta
cuando
menos lo esperamos;
un
chaval que lo bautizan
a
escote los de mi patio,
una
madre, que en los ojos
lleva
escrito el desengaño.
Yo,
que me muero de pena,
que
me doy tres latigazos,
que
se me olvida mi rostro,
que
me acerco al “cristianao”,
y
en una copla, a la madre,
mi
corazón le regalo:
“con
esa flor de tu rama,
voy
a hacer una caridad,
yo
tengo cuatro apellidos,
los
cuatro le voy a dar,
como
si fuera hijo mío.
Y
lo cumplí, a los tres meses
yo
era ya un hombre casado
con
una mujer bonita,
noble,
leal, de buen trato,
con
un chaval que en el alma
yo
me lo puse a caballo.
Los
que me llamaban feo
me
lo siguieron llamando,
con
razón, pero ella nunca
puso
tal nombre en sus labios
y
yo se lo agradecía.
Y
así vivimos tres años
sin
ella decirme “el feo”
ni
yo nombrarle el pasado.
Recuerdo
que fue un domingo…
Yo
tenía al niño en brazos
cuando
una sombra en la puerta
preguntó:
“¿Está Rosario?”
“Está
para mí, -le dije-
que
pa’usted ya la enterraron”.
“Pues
vengo a resucitarla
y
a llevarme ese macaco,
porque
lo feo se pega
y
usted lo es un rato largo”.
No
dijo más, ni un suspiro,
cayó
como cae un árbol
cuando
lo siegan de golpe
los cien cuchillos de un rayo.
Pero
ella, si que dijo,
viendo
en tierra aquel guiñapo,
me
lo dijo sin palabras,
me
miró de arriba abajo
de
una manera muy fina,
diciéndomelo
tan claro
que
nunca pensé que un mote
pudiera
hacer tanto daño.
Los
jueces dijeron: “¡libre!”
Yo
respondí: “¡condenado!”
¿A
quién vuelvo yo mis ojos?
¿Dónde
encamino mis pasos?”
y
la Bandera de España
me
contestó: “A mí, muchacho,
que
yo voy a ser tu madre,
te
daré gloria y amparo
y
te enseñaré el secreto
de
andar con la frente en alto,
te
haré novio de la muerte,
que
es la novia de los guapos”.
Y
aquí estoy con esta carta,
que
hoy ha llegado a mis manos,
donde
un chiquillo me dice:
“Papá,
tengo tu retrato,
me
gusta mucho que seas
Caballero
Legionario,
porque
con ese uniforme:
“Mecachis
que si estás guapo!”
Rafael de León
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