Ludolingüística
Un marido sin vocación
(Narración escrita por
Enrique Jardiel Poncela sin utilizar la letra ‘e’)
Un otoño
-muchos años atrás- cuando más olían las rosas y mayor sombra daban las
acacias, un microbio muy conocido atacó, raudo y voraz, a Ramón Camamila: la
furia matrimonial.
-¡Hay un
matrimonio próximo, pollos! -advirtió como saludo a su amigo Manolo Romagosa cuando
subían juntos al Casino y toparon con los camaradas más íntimos.
-¿Un matrimonio?
-Un matrimonio,
sí -corroboró Ramón.
-¿Tuyo?
-Mío.
-¿Con una muchacha?
-¡Claro! ¿Iba a
anunciar mi boda con un cazador furtivo?
-¿Y cuándo ocurrirá
la cosa?
-Lo ignoro.
-¿Cómo?
-No conozco aún
a la novia. Ahora voy a buscarla…
Y Ramón
Camomila salió como una bala a buscar novia por la ciudad.
A las dos horas
conoció a Silvia, una chica algo rubia, algo baja, algo gorda, algo sosa, algo
rica y algo idiota; hija única y suscriptora contumaz a La Moda y la Casa.
(publicación para muchachas sin novio).
Y al año, todos
los amigos fuimos a la boda. ¡La boda! ¡Bah!... Una boda como todas las bodas:
galas blancas, azahar por todos lados, alfombras, música sacra, bimbas,
sonrisas, codazos, almohadón para hincar las rodillas los novios y para hincar
las rodillas los padrinos; lunch, sandwichs duros como un fiscal…
Al onzavo sándwich
hubo una fuga súbita por la sacristía y un auto pasó raudo, y unos gritos
brotaron:
-¡Adiós!
¡Adiós! ¡Vivan los novios! ¡Vivaaan!
Y los amigos
cogimos otro sandwich -dozavo- y otra copita.
Y allí acabó la
cosa.
Mas, para Ramón
Camomila, la cosa no había acabado allí…
Al contrario:
allí daba el principio.
Y al subir su
novia al auto fugitivo, vio claro, vio clarísimo: ni amaba a Silvia, ni notaba
inclinación ninguna al matrimonio, ni sintió su alma con la vocación más mínima
por construir un hogar dichoso.
-¡Soy un idiota!
-murmuró Ramón-. No valgo para marido, y lo noto cuando ya soy ciudadano casado…
Y corroboró rabioso:
-¡Soy un
idiota!
Silvia, arrinconada
junto a Ramón, bajaba los ojos con rubor, y al bajar los ojos subía dos mil grados
la rabia masculina.
-¡Dios mío! -rugía
Ramón mirándola-. ¡Casado! ¡Casado con una niña insulsa como unas natillas!...
No hay ya salvación para mí… ¡No la hay!
Incapaz para
dominar la situación, dirigió unas palabras durísimas a Silvia.
-¡Prohibido
fingir rubor y mirar a la alfombra! -gritó.
(Silvia miró al
parabrisas con infantil docilidad)
Y Ramón añadió
para su sayo, alumbrado por una brusca solución:
-Voy a lograr su
odio. Voy a obligarla a suplicar un divorcio rápido. Poco valgo si no logro inspirarla
asco con cuatro o cinco burradas a cual más disparatada…
Y tal solución
tranquilizó mucho a su alma.
Por lo pronto,
al subir a la fotografía (visita clásica tras una boda), Ramón hizo la burrada
inicial.
Un fotógrafo modoso
y finísimo abordó a Ramón y Silvia.
-Grupo nupcial,
¿no? -indagó.
-Sí -dijo Ramón.
Y añadió:
`Con una
variación-
-¿Cuál?
-La sustitución
más original vista hasta ahora… Novio por fotógrafo. Hoy hago yo la foto… ¡Viva
la originalidad!
Y Ramón aproximó
la máquina y advirtió al asombrado fotógrafo:
-¡Vamos! Coja
por las manos a la novia y sonría con ilusión: la cara más alta… ¡Cuidado!
¡Así!... ¡Ya!
Ramón tiró la
placa, y a continuación obligó al pago al fotógrafo, guardo los duros y salió con
Silvia, orondo y dichoso.
-¡Al auto! -mandó.
(Silvia ahora iba
llorando)
-La cosa marcha!
-susurró Ramón.
Al otro día
trasladaban sus organismos a Irún. (Lo clásico, asimismo, tras una boda.) Ramón
no quiso subir al vagón con Silvia.
-Yo viajo con
los maquinistas -anunció-. Voy a la locomotora… ¡Hasta la vista!
Y subió a la
locomotora, y ocupó su actividad ayudando a partir carbón. Al arribar a Irún
había adquirido un magnífico color antracita.
Ya allí, compró
sus harapos a un sordomudo andrajoso, vistió los harapos y marchó a la fonda a
buscar a Silvia.
Y tocado con
las ropas andrajosas anduvo por Irún, acompañado de Silvia y cogido a su brazo
mórbido y distinguido.
Nutrido público
los miraba al pasar, asombrado.
Silvia sufría
cada día más.
-¡La cosa
marcha! ¡La cosa marcha! -murmuraba todavía Ramón. Pronto rogará Silvia un
divorcio total. Sigamos las burradas. Sigamos con la droga anti-matrimonial,
multiplicando la dosis.
Ramón vistió a
continuación sus fracs más maravillosos, y al pisar un salón, un dancing u otro lugar
publico acompañado de Silvia, imitaba a los criados, y con un paño al brazo acudía
solícito a todas las llamadas.
Una mañana pintó
sus párpados con barniz rojo.
Por fin lo trasladaron
al manicomio.
Y Ramón asistió
a su propia dicha: su contrato matrimonial yacía roto y vivía imposibilitado
para otra boda con Silvia…
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