CUENTO INFANTIL
EL ABAD Y EL COCINERO, por Juan de Timoneda y adaptado por E. T.
Cuento español.
Un abad muy bueno y muy honrado gobernaba un monasterio de monjes
que repartían su tiempo entre la oración y el trabajo. El monasterio era muy
grande. Tenía huertos y una biblioteca, una iglesia y una cocina. En la cocina
trabajaba un muchacho muy despabilado que los monjes habían recogido en los alrededores
del convento muchos años atrás, casi recién nacido, creyendo que era hijo
perdido de unos pobres mendigos o titiriteros, y así lo criaron y le enseñaron
el oficio de cocinero.
El monasterio era muy rico y unos señores muy envidiosos fueron a
ver al superior de la orden y le contaron chismes e historias, diciendo que el abad
se había vuelto muy ignorante y bobo e incapaz de gobernar el convento, para
que le quitara de su cargo y entregara el abadiado a un amigo de ellos, con más
méritos, según aseguraban esos enredadores.
El superior llamó al abad y le dijo:
-Reverendo padre: ciertas personas me han informado que no sois
tan sabio como conviene, y que vuestra bondad es sólo debilidad de carácter.
Para acallar a esos informadores y tranquilizar mi conciencia os quiero hacer
tres preguntas. Si me dais buenas respuestas, consideraré mentirosas a las
personas que me han hablado mal de vos y os confirmaré para toda vuestra vida
en el abadiado. Si no respondéis bien, dejaréis el puesto a un nuevo abad.
-Haré lo que pueda -respondió el abad con la cabeza baja-. ¿Cuáles
son las preguntas?
-La primera es que me digáis cuánto valgo; la segunda, que dónde
está el centro del mundo; y la tercera es que adivinéis en qué estoy pensando.
Y para que no penséis que os quiero apremiar a que me contestéis de improviso,
andad que os doy un mes de tiempo para que penséis en ello.
Vuelto el abad a su monasterio, por más que miró sus libros y
diversos autores, no halló para las tres preguntas respuesta que fuese suficiente.
Pasaban los días y el abad iba por el monasterio ten triste que
hasta el cocinero notó su preocupación y le preguntó:
-¿Qué es lo que tiene señor?
El abad pensó que el cocinero era muy joven y contestó que no le pasaba
nada. Pero el muchacho insistió:
-No deje de decírmelo, señor, porque a veces las piedras chicas
suelen mover las grandes carretas, o sea, que aunque sea chico quizá pueda
ayudarle, y bien que me gustaría hacerlo.
Tanto se lo suplicó que el abad se la hubo de decir y el cocinero,
conocida la causa del mal, habló así:
-Señor, prestadme vuestras ropas, pegadme unas barbas postizas a
la cara y, como le semejo algún tanto y con el estirón que he dado le llego
casi a los hombros, nadie se dará cuenta del engaño, sobre todo si pensáis que
vuestro superior no os ha visto más de un par de veces y que para divertirme yo
he aprendido a imitar vuestros gestos y palabras. Iré de noche a ver al
superior y prometo sacaros del apuro, a fe de quien soy.
Se lo concedió el abad porque no tenía otra salida, y vistiéndose
nuestro cocinero sus ropas, y con un monje detrás, como si fuera su criado, con
toda la ceremonia que convenía vino en presencia del superior.
-¡Qué hay de nuevo, abad?
-Vengo a responder a vuestras tres preguntas -dijo el cocinero sin
levantar los ojos del suelo.
-Adelante.
-Primero me preguntó que cuánto valía su reverencia, y yo digo
que vale veintinueve dineros porque Cristo valió treinta y nosotros valemos
menos que Él. Lo segundo, que el medio del mundo está donde tiene vuestra reverencia
los pies, porque el mundo es redondo como una bola y cualquier sitio que queramos
es el medio de él y esto no se puede negar. Lo tercero es que diga qué es lo
que piensa vuestra reverencia, y es que cree hablar con el abad y está hablando
con su cocinero.
Admirado el superior, dijo:
-¡Es eso verdad?
-Sí, señor -respondió el muchacho sacándose el disfraz-, que soy
su cocinero, que para preguntas tan sencillas era yo suficiente y no mi señor
el abad. Le debo a mi señor muchos favores. Su bondad es inmensa: me acogió y
me crió siendo niño y ha hecho de mí un buen cocinero, y con este servicio le
demostraré mi gratitud.
Viendo el superior la osadía y viveza del cocinero, no sólo confirmó al abad en su abadía para todos los días de su vida, sino que hizo infinitas mercedes al cocinero.
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