EL PASTOR Y EL
LOBO
Un pastorcillo
cuidaba cada día sus ovejas mientras éstas comían hierbas. Pasaba el rato
lanzando piedras y viendo hasta dónde llegaban, o mirando las nubes para ver
cuántas formas de animales distinguía.
Le gustaba
mucho su trabajo, pero hubiera deseado que fuera algo más divertido. Y un día
decidió gastar una broma a la gente del pueblo.
-¡Socorro,
socorro! ¡El lobo, el lobo! -gritó muy fuerte.
Al oír los
gritos del pastor, los hombres del pueblo cogieron palos y bastones y corrieron
para ayudar al niño a salvar sus ovejas. Pero cuando llegaron, no vieron ningún
lobo. Sólo vieron al pastorcillo que lanzaba grandes carcajadas.
-¡Os he
engañado! ¡Os he engañado! -decía.
Los hombres
pensaban que era una broma muy pesada. Le advirtieron que no volviera a
hacerlo, a menos que, verdaderamente, estuviera allí el lobo.
Una semana
después, el pastorcillo volvió a gastar la misma broma a la gente del pueblo.
-¡El lobo, el
lobo! -gritó.
Una vez más,
los hombres corrieron a ayudarle y no encontraron lobo alguno; sólo al chico,
que se reía de ellos.
Al día siguiente
llegó de verdad el lobo de la colina para devorar unas cuantas ovejas gordas.
-¡El lobo, el
lobo! -gritaba el pastorcillo con toda su fuerza.
Los hombres
del pueblo oyeron sus gritos de socorro y se rieron:
-Trata de
gastarnos otra broma -dijeron-, pero no nos engañará.
Finalmente, el
chico dejó de gritar. Sabía que los del pueblo no le creían. Sabía que no iban
a acudir. Todo lo que podía hacer era quedarse allí, viendo cómo el lobo
devoraba sus ovejas.
Al que dice
mentiras, nadie le cree, ni aun cuando diga la verdad.
Esopo
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